Santos Degollado.
Por Lisardo Enríquez L.
En fechas recientes leí un
hermoso libro de Justo Sierra que se titula “Juárez, su obra y su tiempo”. La
maestría de Sierra conduce al lector a conocer no sólo la inquebrantable
virtud, voluntad y patriotismo de Don Benito Juárez, sino detalles de hechos de
la guerra de reforma, y de la personalidad de quienes tuvieron en esa guerra
civil una denodada participación. De cada personaje se pueden decir
innumerables cosas, pero, definitivamente, en esta ocasión he decidido hablar
de Don Santos Degollado, “el héroe de las derrotas”, según un sobrenombre que
se le adjudicó.
José Santos Degollado
Sánchez nació en Guanajuato el 30 de octubre de 1811 y murió el 15 de junio de
1869 en Llanos de Salazar, Estado de México. Incursionó en el estudio de
diversas ciencias, incluyendo la teología (porque era un creyente), pero, sin
duda, dedicó más tiempo a las actividades políticas y a las militares. No
estaba catalogado como un gran estratega militar, pero tenía dominio de la
espada y era un excelente jinete. En la guerra, su férrea voluntad y su elevada
moral fueron las cualidades que lo llevaron, a pesar de grandes derrotas, a ser
un auténtico héroe.
Don Santos, como se le
conocía, fue un hombre respetado y admirado. Juárez lo nombró Ministro de la
guerra y Marina y General en Jefe del Ejército Federal. Uno de sus soldados fue
Don Ignacio Zaragoza. Juárez y Ocampo le decían Santitos de cariño. Por cierto,
Don Melchor Ocampo, de quien hay que hablar aparte, lo impulsó para que
interviniera en acciones políticas. Pues bien, Degollado hizo, como un gran
maestro militar, que grandes huestes de mexicanos descalzos y hambrientos
alzaran su fe en la escuela revolucionaria de la Reforma, para constituir, a
base de lucha y de reveses, un nuevo ejército bien armado y fogueado, que él ya
no dirigió en la victoria final, pero del cual fue artífice principal.
En un pasaje sobre la
perseverancia y arrojo de este héroe nacional, dice Justo Sierra: “transformaba
sus ejércitos incesantemente vencidos en
otros más y más dispuestos a la lucha y al sacrificio; en otros, que
tenían las almas encendidas por el
inextinguible ardor del alma de su jefe y levantadas más en alto con su
altísimo ejemplo”. Para dar una idea de lo que Degollado era al frente de sus
tropas, basta con expresar que, en la batalla que tuvo lugar en Tacubaya, en
los alrededores de la Ciudad de México, en abril de 1859, al tomar la decisión de
emprender la retirada, él fue el último en salir a la retaguardia de sus
fuerzas.
Las Leyes de Reforma, en
cuya preparación participó en Veracruz, se publicaron gracias a su
intervención. Fue él quien dijo al presidente Juárez que le permitiera
publicarlas y que si no daban resultado lo mandara procesar. Era tal su firmeza
y su pasión, que la mayor parte de la población estaba con el gobierno liberal
gracias a los milagros, porque así se consideraban, de Degollado.
Cuando las fuerzas
siniestras de la reacción asesinaron a Don Melchor Ocampo (el filósofo de la
Reforma), Degollado pidió al congreso le permitiera vengar la sangre de este
patriota de la democracia, petición que fue concedida. Pero nuestro héroe cayó
en una emboscada. Capturado por el enemigo, y reconocido, fue herido en la cabeza; después
le perforaron los pulmones a bayonetazos
y lo mutilaron. Es, por todas estas vicisitudes en que se desarrolló la vida de
Don Santos Degollado, y por la entrega de su sangre limpia, por lo que se le ha
dado en llamar “El Cristo de la Reforma”.
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